6.15.2008

Mi papá

es un tipo ejemplar y bastante fuera de lo común: un moreno grandote de ojos oscuros y mirada profunda, con el ceño fruncido y a la vez una sonrisa a flor de piel, que sólo a quien él ame puede entender.
Trabaja todo el día y habla fuerte, tiene unas cuantas arrugas y una barba canosa que los años le regalaron, pero en el alma se le esconde un ser mágico que conserva las fuerzas de un muchachito - cuando de divertirse se trata -: cuando la tarde lo llama a correr con los chiquitos, a abrazar fuerte, a hacer cosquillas hasta hacer llorar o nadar tres horas bajo el sol, él está listo para aprovechar cada minuto que la vida le preste junto a los que ama.
Conserva esa capacidad de asombro que tanta gente pierde y es por eso que entiende a la perfección lo que pasa a su alrededor, como un niño pequeño cuya inocencia se conserva intacta – sin que le falte malicia aborigen –.
Es uno de los tipos más inteligentes que conozco y aún más, porque no tiene - ni necesita en lo absoluto – un título que respalde la sabiduría vivida; basta oírlo hablar para saber que no estás frente a un don-nadie.
Me enseñó todo lo que sé… con el ejemplo y las palabras, me enseñó a llorar sin miedo y a carcajearme con fuerzas, a dar la vida por lo que creo y a ser yo misma - sin importar si a la demás gente le gusta o no –.
Me enseñó que mi cabeza a veces me gana la partida – y que eso no siempre es bueno – y que también hay que saber darle cabida al corazón.
Me contagió el vicio de aprender de los demás, me enseñó así a mantenerme atenta a todo, a escuchar el doble de lo que hablo y a saber que hasta de quien no lo aparenta o de los errores, hay algo que aprender.
Me enseñó a amar a pesar de todo y hasta las últimas consecuencias, cuando las condiciones lo ameritan. Me enseñó a amar amándome, así como soy: necia, cascarrabias, obstinada, gritona, chichosa, loca, histérica, matona y la enorme lista de adjetivos que para él, no fueron suficientes para darme la espalda, aún cuando le fallé.
Ha estado ahí siempre. Sencillamente así – es uno de los pocos casos en que aplican los absolutos – SIEMPRE.
Me heredó la cara gruñona de mentiritas y el gesto tierno escondido que sólo se le muestra a quien se lo gana. Me contó secretos y me enseñó que no vale la pena morirme con ellos, cuando descubrí que el rincón en su pecho es el lugar más rico del mundo si quiero llorar.
Me dijo – y por suerte le creí - que el respeto y la educación son necesarias para vivir una vida tranquila, que el silencio puede ser la mejor forma de ganar una pelea y que el que grita más no necesariamente es el que habla más fuerte – en términos conceptuales-.
Me mostró el valor del trabajo, de las duras madrugadas y el sudor del fin del día, de la importancia vital de no cansarse de luchar hasta conseguir lo que se quiere. Me enseñó que ser pobre es una bendición cuando se saben aprovechar las oportunidades y toda la fuerza que el trabajo duro enseña.
Me mostró los lugares más impresionantes y me enseñó las cosas más ricas de la vida; como el gusto de desayunar en la cama de vez en cuando, brincar en los charcos, comer helados con coca, abrazar a la familia, almorzar junto a la gente que se ama o tomarse un batido de guanábana en una soda del mercado central.
Está en todos mis mejores recuerdos – a veces aprobando mis acciones, otras no tan convencido – pero siempre ahí, demostrándome que el amor también es libertad, saber confiar en el otro, permitirle que alce vuelo y pruebe la fuerza de sus alas.
Me enseñó a no dejar que la vida me pasara de largo, que tengo que tomar las riendas y domarlas, porque las oportunidades no siempre se repiten y no es inteligente desperdiciarlas.
Me enseño que crecer es obligatorio, pero madurar es opcional y además,
un privilegio maravilloso cuando se hace despacito y con buena letra.
Aprendí con él y con la mujer maravillosa que escogió para compartir la aventura de vivir la vida juntos, que ser mujer no es un asunto de tacones y maquillaje, sino de espíritu. Me mostraron que ser pareja es precisamente eso: parejo (nunca adelante, nunca atrás), una al lado del otro y viceversa.
El y ella me dieron la vida, la que tengo y que escogí, la que me han ayudado a sostener, a aguantar y a disfrutar.
Juntos me han palmeado la espalda con los aciertos y me han palmeado las mejillas en las malas, para hacerme entender que las cosas no pasan solas, sino que hay que buscarlas y construirlas, porque mientras más cuestan las cosas, más rico saben cuando se alcanzan.
Los he visto amarse toda la vida y aunque hay gente escéptica al respecto, yo puedo dar testimonio de que es verdad: existen los finales felices, como de cuento de hadas (y aunque no hayan castillos ni coronas, es posible
“vivir felices para siempre”).
Aprendí a su lado, que el hombre perfecto no existe; pero que si llego a encontrarme con un tipo que alcance a ser la mitad de lo que él es, puedo considerarme absolutamente satisfecha y plenamente afortunada.
Es el hombre que más amo, el centro de mi existencia, mi parámetro, el único pilar que ni siquiera se ha tambaleado en casi veintitrés años de conocernos.
Es fuerte como un roble, pero tierno como un niño.
Es un tipo complicado y maravilloso, por eso lo amo tanto.

Hoy estaba en el trabajo y en medio de una conversación curiosa, se me ocurrió pensar en las cosas que me gustaría cambiar, si pudiera volver a nacer.
Concluí en que posiblemente cambiaría algunas cosas, pero definitivamente… escogería ser hija de ese hombre maravilloso y de la tipa impresionante que tiene al lado.

2 comentarios:

Marte dijo...

Sin duda el post mas lindo que he leído en tu blog!

Me alegro la madrugada... bien por vos nena!

Bárbara dijo...

super... y eso que este día me sabe a limón... Casi lloro...