2.23.2009

Entré al bulevar y supe que iba a encontrarme esa cara conocida, el tipo que se anuncia a cien metros con el sándalo y la menta que lo preceden, en especial si hace sol. Pasé frente al reloj donde el estuche de su yembé mágico recogía monedas. Saludé con la mano, cerré un ojo y mandé un beso con los dedos. El bus, la espera, el amigo que creí nunca más ver fuera de casa. Bendita sea María Paula, que puede sacarnos a todos del peor trance y recordarnos quienes somos. Los mocosos, los bolazos, la mañana aquella en que nos enrollamos en las sábanas y supimos que se acababa el ansia… y que éramos amigos, de los mejores. El miedo, Esteban, el miedo en tus ojos cuando no pudiste hablar o moverte. El momento aquel cuando te hubiera matado, si me lo hubieras pedido. Y ahí estás, en la parada, en el bus y en la sonrisa. ¡Bienvenido macho! Hago vueltas, firmo, fotocopio, me despido. Visitas, besos, abrazos y recuerdos. El colegio y la cárcel, el bosque. De vuelta, esperaba invitarle un helado (al menos) a mi artista callejero favorito, pero me bajé del bus frente al Hospital y desde entonces, el típico esmog de San José me avisó que se había ido, ni siquiera busqué. Sonreí sola todo el camino restante.

El aire olía a mí.

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